El
enfrentamiento ocurrió cerca del mediodía de aquel fin de enero, del año 1977.
La noche anterior, la compañía C del regimiento 2 de Infantería entró en el
llamado “rayo”, que consiste en estar las 24 horas armados y listos para entrar
a combate. Habría sido una rutina fastidiosa, una más de las tantas que se
hacían en el ejército en esos años, sino hubiera pasado que, a las tres de la
mañana, nos levantan de las camas con un estridente pito soplado por el cabo
primero Paredes. Levantarnos fue correr agarrando el casco de acero, el fusil,
los cargadores y con los borceguíes puestos sin atar los cordones. A la salida
de la barraca estaba el gran camión en marcha que, apenas subimos, arrancó a
gran velocidad por las calles internas del cuartel para salir inmediatamente a
la ruta rumbo a la ciudad de Córdoba. En la plena oscuridad de la ruta nos
terminamos de acomodar la ropa de combate y los armamentos.
Parecía
que todavía era una simulación para aceitar los resortes de acción rápida que
se le exigía a la tropa. Pero solo fue una gran negación colectiva mientras nos
hacíamos bromas pesadas para reírnos a carcajada
limpia. Entre los paños de lona que cubría la caja del camión se podía ver el
exterior. Una paralización de los sentidos fue ver ese auto destrozado a
balazos y roto sobre la vereda detenido contra un árbol. El silencio inundó
nuestras bromas usuales ante el trágico cuadro que ahora quedaba atrás
recortando el auto blanco a la violeta oscuridad con los vidrios perforados por
las balas. Dimos varias vueltas por ese barrio de clase media hasta que
llegamos a una estación de trenes. Bajamos allí y, oficiales que no conocíamos,
nos ordenaron posiciones de combate alrededor del extenso edificio. La noche
empezó a ceder con los leves refulgores del amanecer. Una amplia avenida vacía,
que me tocaba vigilar, iba tomando la claridad del amanecer con colores fríos y
grises. Los mudos edificios respondían a nuestras miradas atemorizadas. A los
pocos minutos, con nerviosismo bélico, los oficiales nos ordenan abandonar la
posición y subir nuevamente los camiones.
Paramos
en otro punto del residencial barrio de solidas casas de planta baja. El
oficial al mando me aposta en una esquina cuya calle se cortaba allí. Yo
portaba un fusil pesado de apoyo a los tiradores de fusiles livianos. Ya era entrada la mañana, cerca de las ocho,
cuando el tiempo se sentía en el estómago. Quede solitario en ese puesto de la
calle lateral de la zona sitiada donde terminaba la calle transversal con una
tranquila seguridad. Las horas comenzaron a detenerse, y estando allí parado
con el fusil pesado, los cargadores llenos de municiones y el casco, al que lo
soliviantaba apoyándolo de sesgo contra la pared de una casa antigua, el hambre
cerca del mediodía, hizo que golpeara una ventana para pedir algo de comer. Terminé
un desayuno, que esos vecinos me dieron sobre la ventana, apenas cuando empezaron
las explosiones de miles de disparos de cientos de fusiles a una cuadra y media
de mi posición.
El
tiroteo era de nutrido estampidos de disparos de todo tipo de armas. La
confusión de miles de tiros era aturdidora. Explosiones de granadas se sucedían
cada tanto mientras miles de balas volaban para todas partes en aquella manzana.
Pareció durar una eternidad atropellada esa lluvia torrencial de tiros. Y de
manera dudosa fue cesando a los gritos de oficiales desesperados gritando el
alto el fuego de rigor. La zona quedó en muda naturaleza en el que de a poco el
movimiento de tropas reacomodaba las posiciones siendo lo único vivo que
parecía existir en ese barrio de la clase media trabajadora cordobesa pasado el
mediodía.
El
dato circuló veloz; había sido abatido un hombre que se defendió con una
pistola Luger. Faltaba aún su pareja; una mujer que salió hacia otro rumbo
luego de chocar el auto.
En
otro reacomodamiento de hombres se cercó todas las manzanas de los alrededores.
El capitán que me puso en aquella esquina me llevó con él. Nos quedamos donde
los oficiales mayores habían dispuesto en centro de operaciones que consistía
en tres vehículos con radio comunicaciones. Me quede allí cerca con el fusil de
alto poder de fuego y largo alcance. Vinieron varios oficiales con la noticia
de que en una casa de la cuadra estaba la mujer con la familia adentro de
rehén. La mujer mantenía a la familia en silencio con la amenaza de hacer
explotar las granadas que llevaba en el bolso. El jefe de los oficiales mandó a
traer el equipo de radio que estaba en un jeep y comenzó a hablar con centros
de radios. Dijo que pusieran al dueño que llamaba al comando en comunicación
con la radio para hablar con él. Y desde la radio al lado mío desde la esquina,
el jefe de oficiales hablaba con el dueño de la casa a la media cuadra.
Preguntó la dirección exacta para identificar bien el frente de la casa. Y luego, mirándome me señala que me
ponga en posición de tiro con el fusil pesado apuntando la puerta de la casa
señalada. Pasaron unos extensos minutos y luego llama de nuevo a la radio el
hombre de la casa. Pedía que no disparen porque iba a salir el primero con la
bolsa de granadas en la mano. El hombre
había convencido a la chica de que se entregue. Los oficiales y soldados
tomaron posiciones de combate. Iba a salir el hombre. Me indicaron que me
mantuviera en alerta por si acaso eso no ocurría. Por eso cargué el fusil, le
saqué el seguro y quedó listo para disparar. Los segundos seguían pasando en
extrema lentitud, sin que ningún signo de movimientos partiera de la casa. El
oficial a cargo había dejado de hablar hacía unos minutos ya que el teléfono de
la casa lo habían colgado. De la casa, todavía nadie salía. Puse el dedo en el
disparador y lo apreté hasta el último paso en el que una leve presión
ocasionaría el disparo del proyectil. En el momento en el que comenzó a abrirse
lentamente la puerta pensé en dispararle al tipo que entregaba a la mujer
guerrillera. Pensé que mi primer disparo causaría una sucesión de disparos en
el que se confundiría todo. Pensé también que eso último no ocurriría y
quedaría en evidencia ante todos allí. Mientras ese tren de pensamiento pasaba,
el hombre de la casa, corpulento y alto, salía lentamente hacia el pequeño
jardín hacia la puerta de hierro sobre la vereda. En las manos en alto sobre su
cabeza tenía el bolso verde con las granadas. El hombre salía hasta la vereda
de manera muy lenta y una vez allí los
oficiales avanzaron agazapados hacia la casa con sus armas en las manos
apuntando hacia aquella. Yo iba soltando la presión sobre el gatillo del arma.
Cuando los oficiales llegaron a la casa y tomaron el bolso con granadas puse
nuevamente el seguro del arma.
Pocos
segundos después sale la chica, rubiecita y de estatura casi baja. Me levanto
de la posición de tiro, descargo el arma sacando la munición de la recámara y
compruebo su desarme gatillando el mecanismo en vacío. Luego de la rendición de
la mujer guerrillera parece que ya nadie mandaba a nadie. Voy hacia la casa donde
aún la chica permanecía de pie al borde de la calle. Mientras me acerco viene
un coche, un falcon verde metalizado que para justo frente a ella y la suben a
la parte de atrás. Alcanzo a llegar para verla antes de que cierren la puerta
de ese coche. Su pelito corto de color miel, sus ojos claros, redondos y
tristes, sus mejillas rosadas salpicadas de pecas, que delata la edad de chica
estudiantil. No le podía hablar a pesar de estar bastante cerca de ella. No se
podía, no sabía que se podía decir. Ya que decir algo era que hicieran algo
para que no se la lleven esos oficiales que salían de la casa luego de haberla
registrado minuciosamente. Solo mi silencio surgió hacia esa rosa blindada.